España es una de las grandes potencias de investigación. Sin embargo, cuesta que ese conocimiento permeabilice en la economía convirtiéndose en riqueza. En este escenario, es cada vez más común la figura del científico emprendedor, ese que sí devuelve al tejido productivo riqueza. En 2020, España destinó el 1,41% del PIB a I+D. Supuso 0,16 puntos básicos más que un año antes, aún lejos del 2% que marcó como objetivo el Plan Estatal de Investigación Científica.
Pero incluso más importante que ir equipando este gasto al del resto de economías avanzadas, resulta saber del rendimiento de los 15.768 millones invertidos. José María Lagarón, investigador del CSIC en el Instituto de Agroquímica y Tecnología de Alimentos y cofundador de Bionicia, grupo que lanzó al mercado las primeras mascarillas de nanofibra biodegradables, explica: “En Europa hay centros de investigación y científicos de alto nivel, pero luego no se transfiere al sector productivo en igual medida. Eso genera un problema, porque estamos invirtiendo dinero público en promover actividades académicas deficitarias en su retorno a la sociedad”.
Una opinión que comparte Susana Marcos, profesora en el Instituto de Óptica Visual y Biofotónica del CSIC, quien afirma que “el número de patentes es bajo en relación a las publicaciones, y se encuentra en los puestos de cola en la presentación de patentes. Hay potencial para más protección intelectual en los centros de investigación, y particularmente en las empresas”, defiende.
“Cuando nos reuníamos con empresarios en lugar de pasar toda la jornada en el laboratorio, teníamos la sensación de estar haciendo algo furtivo”. Entre la ironía y la crítica, comparte Luis Blanco Dávila su experiencia en los años 80: “Tuve la doble suerte de empezar a trabajar en el grupo de Margarita Salas y de hacer un descubrimiento temprano, y desde el primer momento tuve la sensación de que había dado con una piedra preciosa, aunque aún no sabía qué hacer con ella”. Se refiere a la polimerasa Phi29, capaz de multiplicar casi infinitamente una pequeña muestra de ADN. Un auténtico adelanto para la genética, que años después se convertiría en la patente más rentable de las nacidas en CSIC.
Pero ni él ni otros entrevistados dudan de que cada vez habrá más ejemplos nacidos en la universidad, centros de investigación, hospitales o grupos privados, los cuatro grandes centros del emprendimiento científico más allá de la innovación TIC.
Así, según Ángela Pérez, presidenta de Bioval, el clúster que agrupa a 80 empresas de la biotecnología valenciana, el esfuerzo realizado en los últimos años para conectar a los agentes de innovación científica desde las comunidades y la Administración Central ha mejorado mucho la situación, sigue habiendo dos hándicaps: “La financiación y la formación emprendedora del científico.
Dos mundos a espaldas
“Yo me formé e hice el doctorado dentro de la industria petroquímica, en centros de empresas donde resolver problemas del día a día era la norma. Aunque también publicaba, tenía una interacción mixta entre los dos mundos”, explica Lagarón para justificar una visión empresarial que le ha embarcado en cinco proyectos. Pero ese modelo de formación es claramente anecdótico en sistemas como el español, donde el científico se forma en el sector académico y/o investigador con protocolos que en ocasiones reducen su radio de acción.
Lagarón explica que hay otros modelos como el estadounidense, donde muchas universidades se financian con la industria y los investigadores crean varias startups a lo largo de su vida: “Aunque no todas van a tener éxito, te colocan en una perspectiva diferente del mercado, de la que tienes solo desde la interacción académica”.
Sin introducir la formación en emprendimiento en la carrera curricular del científico, dar ese paso es complicado. Para Víctor Cruz, director de Estrategia de Servicio en FI Group, “hay grandes avances pero que solo generan conocimiento, por ejemplo, porque sus TRL [nivel de madurez tecnológica] son muy bajos. Y al revés, avances poco disruptivos con un mercado muy potente. A veces el científico no tiene ese análisis de hacia dónde va el mercado, si bien ahora tenemos la ventaja de que el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia marca pautas muy claras, sabemos que la eficiencia energética, la economía circular o la digitalización son palancas muy importantes, aunque haya más”. “Los hard skills del científico son incuestionables, pero en muchas ocasiones encontramos carencias en su formación desde el ámbito empresarial, soft skills en liderazgo y empresa que intentamos cubrir. Han desarrollado tecnologías, pero no saben qué paso dar para llegar al mercado, para encontrar financiación y convertirlo en un producto o servicio”, explica Cruz.
Tres preguntas clave
“No es fácil, es un proceso que tiene mucho que ver con la experiencia”, señala Lagarón: “Depende del instinto del investigador y de su conexión con el campo de aplicación real de esa tecnología”. Y en su experiencia hay tres preguntas básicas:
¿Es compatible con la Ley?
Lo primero que hay que mirar es que esté de acuerdo con la legislación existente, “y si hay que cambiarla, es probable que el proyecto no sobreviva”, afirma Lagarón. Por ejemplo, introducir un nuevo material en la industria del envase alimentario puede implicar gestiones y esperas de cinco o más años. “Si aún así continúas con el proyecto, debes saber que tu valle de la muerte va a ser muy largo y penoso, así que debes asegurar mucha financiación”, aconseja.
¿Utilizas tecnologías de la industria? La segunda gran pregunta es saber si la tecnología está ya escalda por la industria o implica cambios en el modelo.
¿Tiene un coste realista?
“Hay costes que dentro del sector donde se quieren aplicar tienen sentido y otros no”, explica Lagarón. Por ejemplo, en alimentación los márgenes son muy ajustados por lo que una innovación debe estar muy justificada, frente a sectores como la cosmética, alta costura o farmacéutica, “donde están más dispuestos a pagar precios más altos por una solución”.
Cómo validar la idea
Ángela Pérez, presidenta de Bioval, señala que “en este mundo global, tu misma idea la pueden estar teniendo otros. Por eso es importante aprender rápido, y la mejor forma de hacerlo es no trabajando de espaldas a lo que ocurre alrededor. Hay que buscar a otros que trabajan con los mismos parámetros, porque las ideas de unos se enriquecen con las experiencias de otros”. Por su parte, Lagarón concreta en este punto varias alternativas para poner en valor el proyecto:
Validación de la industria. Su primera apuesta pasa por patentar o licenciar la tecnología: “Si no lo tienes muy claro, es más fácil licenciar con una empresa del sector y tú trabajar como asesor científico con un contrato ad hoc. Es lo que mejor interacciona entre la industria con el sector académico, la empresa paga por una patente y el equipo de investigación colabora en el desarrollo en la línea que se necesita para llegar al mercado”.
Validación por startup. Lagarón explica que en muchos casos los avances científicos no están trasladados a la realidad de la industria, por lo que es muy difícil que los asimile. También ocurre “cuando la patente, simplemente, se ha adelantado a su tiempo”. En estos supuestos, hay que apostar por una startup: “Crean ese tejido empresarial tecnológico sin nada de grasa y con mucho músculo científico, capaz de incardinar el producto con el sistema productivo, o bien creando la maquinaria o alcanzando unos volúmenes de negocio que interesen a la industria tradicional”.
Crear una unidad de innovación. Para Lagarón, “el camino que a mí me gusta más es convertir la empresa en una ‘célula de innovación abierta’. Significa que si yo tengo capacidad de poner 100.000 euros en un proyecto que precisa una inversión inicial de 500.000 euros, sé que tengo que buscar 400.000. Calculo, aún puedo rascar otros 50.000 euros por otras vías. Para el resto busco a profesionales de la industria que se hayan quedado en paro o estén hartos de trabajar para otros, que hay muchos. A ese CEO, financiero, comercial y director de operaciones les ofreces un autoempleo realista y un reto, que en mi experiencia están encantados de aceptar”.
Financiar el proyecto
Muchas startups científicas tienen la ventaja de que dentro de la institución donde nacen disponen de infraestructuras a coste cero. Pero más pronto que tarde llega la hora de invertir, y en ese momento es importante que el equipo que lidera el proyecto tenga una capacidad de autofinanciación de entre el 25% y 30%.
La financiación de las tres efes (friends, family and fools), “increíblemente sigue funcionando”, ironiza Lagarón.
Ora queja común o es la falta de apoyo del capital riesgo. Ángela Pérez considera que “España no es un país en el que exista una cultura de financiación en fase semilla”, quizá porque una startup científica acostumbra a consumir más capital.
En cuanto a los fondos públicos, “son complicados, hay que pedirlos pero no esperarlos, porque cuando llegan suele ser demasiado tarde para tu negocio”, concluye Pérez: “Es una lástima que cueste tanto que el dinero público de subvenciones y ayudas a empresas y organismos fluya”.
Desde FI Group, Cruz explica que “no podemos apoyar la financiación de un proyecto en solo una herramienta u otra. Lo que debe analizar un proyecto de I+D+i, es qué parte del capital necesario puede captar con financiación privada, por ejemplo con rondas de inversión, pero también qué herramientas hay de financiación públicas. Lo importante es tener en cada momento claro el mapa de ayudas, para analizar cuáles se ajustan mejor a mi proyecto”.
Aunque más posibilista, con el valor de la ayuda pública en los planes de financiación, Cruz sí reconoce “un problema de base”, la carga administrativa y burocrática que su gestión implica, y los tiempos de respuesta.
Dentro del capítulo de ayudas, hoy hay que tener en cuenta las específicas del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia y los fondos europeos Next Generation, además de las ayudas de CDTI, Enisa, y otros entes autonómicos.
A nivel de fiscalidad, hay ayudas estatales para la I+D+i, incentivos de IRPF autonómicos y medidas de fomento de la colaboración público privada. En el ámbito de las bonificaciones, destacan las del personal de investigación en cuotas a la Seguridad Social.
Tres casos de éxito
1.-Luis Blanco Dávila: La patente más rentable de la ciencia española
Hoy profesor de investigación del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (CSIC), en 1984 Luis Blanco Dávila dio con la polimerasa Phi29 capaz de amplificar una pequeña muestra de ADN. Auténtico oro en polvo para laboratorios de genética, que se convirtió en patente. Años después de su agitado periplo hasta acabar en manos de GE Healthcare, demostró ser la licencia más lucrativa de la ciencia española.
“En aquel momento no teníamos gran experiencia en estos temas, así que se tomó la decisión de licenciarla contando con el apadrinamiento de varias instituciones internacionales”. Pero los royalties no empezaron a generarse hasta el siglo XXI, ascendiendo a 6 millones de euros hasta que la propiedad intelectual expiró.
La lección aprendida fue que el modelo de licencia “no permitía participar directamente al equipo en el desarrollo de las aplicaciones y nuevas patentes creadas a partir de esa enzima”. Razón por la que cuando Blanco Dávila realizó un segundo gran descubrimiento, la polimerasa humana PrimPol, decidió participar de un modo más activo en la empresa.
Para la ocasión, se creó una spin off junto al Grupo Genetrix, propiedad entre otros de Cristina Garmendia, exministra de Ciencia.
Tras una larga serie de fusiones y compras con empresas alemanas y británicas, se produjo una venta final con unos beneficios de 80 millones de euros que se reinvirtieron. Una parte se destinó a la idea original de amplificación de DNA para terapia génica y vacunas en las delegaciones de la empresa 4Basebio con sede en Madrid y Cambridge, donde trabajan unas 50 personas. Un final o un principio, según se mire, plenamente satisfactorio para este científico pionero en buscar el éxito empresarial.
Pero para Blanco Dávila el rédito de esta experiencia no ha sido exclusivamente económico: “Para mí ha sido una satisfacción personal no solo devolver dinero o rendimientos de patentes, también crear trabajo para perfiles científicos, contribuyendo a que ese conocimiento se multiplique”.
2.-José María Lagarón: las primeras mascarillas del mundo con nanofibras
“Con el tiempo desarrollas instinto y en el momento en que entendía el papel de las mascarillas en la pandemia supe que podía sacar un producto mejor”. José María Lagarón es ejemplo de esos investigadores del CSIC capaces de culminar una exitosa carrera trasladando su conocimiento a la empresa, a cinco en su caso.
Así, en apenas seis meses, tenía dispuesta una mascarilla más duradera y 60 veces más fina, que facilita la respiración y consume menos material, y además permite ser desinfectada. Por si fuera poco, en una segunda reformulación se ha convertido en biodegradable, solventando también el problema del desecho.
Pero esta rápida respuesta a una necesidad perentoria del mercado, no hubiera sido posible sin la existencia de Bioinicia . Proveil , la empresa que ha vendido las mascarillas por millones, es una spin off de esta empresa fundada en 2012 por Lagarón, y que incluye un brazo de ingeniería que prestó su soporte para levantar una planta en Valencia en solo cinco meses y crear un producto que compite en precio con el chino.
“Hemos sido los primeros en el mundo en hacer mascarillas y equipos de protección individual con tejidos de nanofibras. Luego ha habido quien nos ha copiado, y espero que esta sea la revolución del sector”. Pero Lagarón ya trabaja en la siguiente: “En algún momento las mascarillas van a tener menos demanda, por eso diversificamos con otros productos del sector de filtración de aire y líquidos, ya que en el largo plazo es donde va a haber un mercado más estable”.
3.-Susana Marcos: científica y fundadora de 2Eyes Visión Simulador de lentes multifocales
Hace tres años la revista años, la revista Scientific Reports publicó la creación de un simulador binocular ligero, que permite al paciente saber cómo va a ver antes de la implantación de lentes intraoculares, de contacto u otras. Se llama SimVis, y es la primera creación de la empresa 2Eyes Visión, que ya se comercializa en Europa y EE.UU., a la espera de su aprobación en otros 15 mercados.
Detrás de esta startup está la doctora en Ciencias Físicas e investigadora del CSIC, Susana Marcos y Carlos Dorronsoro. Un proyecto que contó con el apoyo de Bullnet Capital, especializado en desarrollos de alta tecnología. Además se solicitaron fondos públicos de instituciones como European Research Council, European Institute of Technology, el programa Horizonte 2020, CDTI, proyectos Torres Quevedo o Luminate- Nextcorps, financiado por el estado de Nueva York.
Sobre esta base, 2Eyes Vision trabaja en la actualidad en la comercialización de su simulador con gran éxito, como explica Marcos: “La tecnología está teniendo muy buena acogida. Son cada vez más los clínicos que ven en SimVis una oportunidad para optimizar la prescripción de ofrecer un trato diferencial a sus pacientes”.
En el medio plazo se trabaja en nuevas aplicaciones clínicas. Para ello se “desarrollan un amplio número de estudios clínicos con nuestro Medical Advisory Board, formado por algunos de los oftalmólogos y optometristas de mayor prestigio a nivel mundial”. Una nueva muestra de cómo el conocimiento científico se puede alinear con las necesidades del mercado.