Consciente de que el turismo rural ha alcanzado un punto cercano a la saturación y la sobreexplotación, Esther Pecharroman pensó que habría una oportunidad de negocio dirigida “a todas aquellas personas que como yo no buscan comodidades, ni tener un spa, ni tele de plasma, ni estar muy bien comunicados, etc., cuando se va de vacaciones. Pensé que habría gente de las grandes ciudades que estaría dispuesto a buscar vivir sensaciones y experiencias en un sitio donde solo llegar es una aventura, donde la apuesta de valor es ser los únicos habitantes de una pequeña aldea, de abrir la ventana y ver a los corzos o escuchar los pájaros por la mañana o oír pasar al jabalí, donde no es un sucedáneo preparado para turistas sino un entorno rural verdadero”.
La idea surgió tras una excursión con unos amigos por Asturias. “Nos enteramos que vendían una finca con cuadra, pajar y una casa en un estado de ruina absoluto, pero en un paraje maravilloso”, recuerda Pecharroman, que acabó poniendo en marcha Llananzanes Rural con una inversión de 48.000 euros.